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De la esclavitud de los estudios a la libertad

Actualizado: 16 jun




POR IGNACIO PANTOJA e IA

Fuente: Autismo en Vivo | 16/06/2025

Fotografía: Pixabay.com


Se llamaba Samuel Llopis y tenía 26 años. Era de esos hombres jóvenes con mirada de adulto viejo: firme, seca, afilada por dentro.

En su habitación no había ni un póster, ni una planta, ni un gesto de afecto decorativo. Solo libros, subrayadores, calendarios de repaso y cronogramas plastificados. En el fondo de la estantería, entre tratados de anatomía y manuales de psicofarmacología, dormía un peluche de cuando era niño. No lo había tocado en años, pero tampoco se atrevía a tirarlo.


Samuel estudiaba la oposición al MIR, y no cualquier plaza: quería ser psiquiatra en el Hospital Gregorio Marañón, referencia nacional. Su preparación era brutal, quirúrgica. Se despertaba a las 5:48, ni un minuto antes ni después. Su café era siempre solo, sin azúcar, sin pausa. Tenía programadas hasta las duchas: ocho minutos exactos. Su plan de estudio se contaba en bloques de 55 minutos con descansos de 5 que usaba para mirar por la ventana —sin pensar— o para flexionar las rodillas y evitar trombosis venosa profunda.


Tenía un lema escrito en la pizarra blanca de su cuarto:

"Dolor es disciplina en forma de vida".


No se permitía errores. Ni sueños extraños. Ni cafés con amigos. De hecho, ya no tenía amigos. Los fue soltando como lastre de un globo aerostático. Le gustaba pensar que había depurado su vida de lo superfluo. Y eso incluía a las personas.


Su madre, una mujer de voz blanda, solía llamarlo los domingos. Samuel le contestaba con cariño robótico, mientras leía. “Sí, mamá, todo bien.” Nunca se lo decía, pero ella intuía que su hijo ya no vivía en el mundo real. Habitaba un sistema cerrado, autosuficiente, hecho de resúmenes, porcentajes y autoexigencia sin grietas.


Pero las grietas no se ven hasta que sangran.


Una noche de martes, a las 2:11 AM, mientras repasaba por décima vez el circuito de la dopamina mesocortical, sintió una presión extraña en su oído derecho. No dolor. Solo una pequeña sensación viscosa, como si algo húmedo se hubiera deslizado por dentro.

Frunció el ceño. Se frotó la oreja. Nada.


Volvió al libro. Pero en la esquina de su mente, algo ya había cambiado.Un silencio distinto, como si el aire hubiera empezado a mirar.


Aún no sabía que esa sería la última noche de su vida tal como la conocía.


El miércoles empezó como cualquier otro día: 5:48 AM, alarma. Café, ducha, repaso del sistema renina-angiotensina-aldosterona. Samuel no pensó más en lo que sintió la noche anterior. Una sensación en el oído podía ser cualquier cosa: presión del sueño, cera, una corriente de aire. Nada que interfiriera con su plan.


Pero a las 11:02 AM, mientras resolvía una pregunta sobre la hipertermia maligna inducida por anestésicos, escuchó una voz muy baja en su oído derecho.


“Eh, ¿y si mejor te haces panadero?”


Samuel parpadeó.


Cerró los ojos. Respiró hondo.Era un pensamiento absurdo, fuera de guion, pero los estudiantes de alto rendimiento conocen bien el fenómeno: el cerebro, sobreexigido, escupe porquerías para defenderse. Ruido neuronal. Fugas. Nada más.


Siguió estudiando. A las 14:23, mientras comía arroz hervido con brócoli al vapor (la comida que menos energía digestiva le requería), volvió a oírlo.


“Bro, la dopamina no existe. Te lo juro. Es margarina.”

Ahí sí se detuvo.

Miró el plato. Miró el vacío. No era un pensamiento. Era una voz. No la suya. Ni imaginaria. Una voz ajena, pegada dentro de su oreja como una caracola ruidosa. Una voz con tono burlón, algo chillón, como un presentador de concurso trasnochado.

Y, lo peor de todo, era que decía tonterías. No delirios complejos ni visiones místicas. No: chorradas. Palabras sin sentido, como una mezcla entre sketch de televisión y lenguaje onírico.


Samuel cerró el portátil. Fue al baño. Se miró en el espejo con intensidad.Abrió la boca. Levantó las cejas. Se observó los tímpanos.Todo estaba normal.

Pero al volver al escritorio, la voz habló de nuevo.

“Samuel, ¿por qué estudiar medicina si puedes estudiar… caracolas medievales?”

Se le cayó el bolígrafo de la mano.Un segundo después, se rio. Una risa nerviosa, breve, rota.

—“Estoy saturado”, murmuró, y se anotó una pausa de 20 minutos. No sabía que esa sería la primera pausa no autorizada en dos años.


Durante ese descanso, paseó por el salón de su piso de alquiler. No sabía adónde mirar. Todo le parecía ligeramente desenfocado. Como si su conciencia estuviera siendo empujada hacia un borde blando que no sabía que existía. La voz, en silencio, esperaba.

A las 16:05, volvió al estudio. Intentó hacer preguntas tipo test.Y justo cuando iba a señalar la opción correcta sobre el tratamiento del síndrome serotoninérgico, escuchó:

“¿Acetilcolina?, buah… mejor margarina.”


Esa frase le hizo soltar el bolígrafo por segunda vez.

No por su contenido. Sino por el tono. Era como si una entidad excéntrica, un joker de juguete, se hubiera instalado dentro de su oído para decir frases sin sentido, y sin embargo con una especie de poder… casi… erótico. Como si lo absurdo fuera más seductor que toda su disciplina.


Samuel se llevó las manos a la cabeza.Por primera vez, no quería estudiar más.Pero más allá de eso… por primera vez, sentía miedo.

Miedo real.Porque si esa voz no era él, y no se iba, ¿entonces qué era?

La bocca aún no se había revelado del todo. No tenía nombre, ni forma, ni agenda. Solo hablaba cuando le daba la gana, siempre con frases banales. Pero cada palabra que decía hacía temblar las columnas invisibles del mundo de Samuel.


Y algo dentro de él —algo que hasta ese momento estaba totalmente muerto— empezaba a escucharla con atención.

El jueves amaneció como todos. Samuel estaba de pie frente a su escritorio a las 5:59, puntual. Pero algo sutil había cambiado.

No se había despertado con la alarma. Se había despertado antes. Por una carcajada en su oído.

Una risa chiclosa, parecida a la de un personaje de dibujos animados, pero con una sonoridad imposible de ubicar. No venía de fuera ni de dentro: venía de un punto intermedio, como si alguien se riera desde el centro de su sistema auditivo.

Y luego, en tono burlón:

“Número uno, número uno… vas a ser el número uno en hacer una tortilla con las páginas del Farreras, ¿eh, crack?”


Samuel apretó la mandíbula. Se obligó a no responder. No por dignidad, sino por miedo. Responder sería admitir que la voz existe.Y si la voz existe… todo lo que había construido podía no ser real.


Encendió el ordenador. Abrió el calendario. Tenía programado un bloque de repaso sobre fármacos antipsicóticos. Iba a empezar por clozapina.


Pero al leer el nombre…—“Clozapina suena a perfume de monja.”“¡Fragancia de clausura, Samuel! Número uno en olor a celda.”


El bolígrafo rebotó contra la pared.Sin quererlo, Samuel había hecho un gesto brusco. Respiró hondo. Cerró los ojos. Contó hasta siete.


Cuando los abrió, la pantalla del ordenador le devolvía la tabla de efectos secundarios: agranulocitosis, sedación, hipersalivación…

“¿Ves, Samuel? Hasta la saliva te gana. Todos fluyen menos tú.”


A esa hora, en otro universo, otros opositores estarían sufriendo por no llegar a la planificación semanal. Pero a Samuel no le dolía el retraso. Le dolía otra cosa:La lógica. Le dolía que la lógica ya no sirviera.


Él no era supersticioso, ni dado a estados alterados. Había leído sobre alucinaciones auditivas. Había memorizado las fases de la esquizofrenia, los síntomas negativos, las respuestas al haloperidol. Pero esto no encajaba. La bocca no tenía patrón clínico. No era hostil. No era delirante.Era absurda. Intrusiva. Disruptiva.Y, lo más preocupante, cada vez más divertida.


A las 12:08, mientras repasaba el metabolismo hepático de los benzodiacepínicos, Samuel volvió a escucharla:


“Los hepatocitos están de fiesta. Hoy cena con papada y resopón de oxazepam.”


Sin quererlo, sonrió.


Fue una sonrisa pequeña, casi involuntaria. Pero suficiente.Suficiente para romper algo.

Cerró el libro. Miró por la ventana. El cielo estaba gris, pero una luz tenue atravesaba los cristales como una señal. Samuel tragó saliva. Tenía náuseas. No por un virus. No por ansiedad.


Sino por una sensación nueva:Curiosidad.


Por primera vez en años, quería dejar de estudiar. No para descansar. Sino para escuchar qué diría la bocca después.


Entonces se miró en el espejo del pasillo. Se inclinó, despacio, y se abrió el pabellón auricular derecho con los dedos.


Ahí no había nada.Pero sentía algo caliente, sutil, como un hálito con lengua.

Y entonces escuchó:

“Samuel… tú no eres un cerebro con piernas. Tú eras un niño que bailaba con un pijama de dinosaurios. ¿Dónde está ese niño?”


El estudiante retrocedió. Cerró el espejo. Apagó la luz.


Y, en la oscuridad del pasillo, se susurró a sí mismo algo que le heló la sangre:

—“No estoy enfermo. Estoy… acompañado.”


El calendario decía “domingo”, pero a Samuel eso ya no le decía nada.

No porque hubiera abandonado sus horarios —no del todo—, sino porque el tiempo había dejado de medirse en minutos y páginas, y ahora se medía en otra cosa:En frases absurdas que brotaban de su oído derecho.


Eran como olas de sentido invertido que chocaban contra su estructura mental.


“¿Sabes que la acetilcolina se puede untar con pan si la piensas fuerte?”“El número uno también se cae si la baldosa está mojada.”“No puedes ser psiquiatra si nunca te has vuelto loco de verdad, Samuelito.”


Y un día, dejó de resistirse.


Se levantó tarde, sin alarma. No planificó nada. Bajó a la calle sin mochila. Caminó como si llevara los pies prestados.El mundo parecía nuevo. Brillante.También amenazante.

En el parque, se sentó frente a un chaval que patinaba sin camiseta. Le envidió. No por su libertad, sino porque el chico no sabía lo que era la autoexigencia hasta la disociación.


Y entonces, como si la bocca supiera el momento exacto para el golpe de gracia, lanzó su frase definitiva:


“¿Y si fueras el número uno… en dejar de ser número alguno?”


Silencio.Interno. Externo. Total.


Samuel se echó a reír. Una risa profunda. No histérica. No resignada.Una risa triunfal.

Porque en ese instante comprendió:No había perdido la batalla. La había ganado al fin.

No contra la bocca.Sino contra la idea de que su valor estaba en el resultado.

Ese mismo mes, suspendió un simulacro sin estudiar. Se inscribió a teatro. Habló con su madre sin mirar el reloj. Lloró viendo una película tonta.Y, en algún momento, sin saber cuándo, la bocca dejó de hablar.


No porque desapareciera.

Sino porque ya no hacía falta.


¿Final feliz? No exactamente.¿Final trágico? Menos aún.Este es el tipo de final que no se pone en los rankings……pero que salva vidas invisibles todos los días.


Ignacio F. Pantoja

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