Oliver
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POR JOSEP-ORIOL VACA KIRCHNER
Fuente: Autismo vivo | 19/07/2025, Barcelona, España
Fotografía: Loren
Ningún trance difícil está diseñado con propósitos “misteriosos”. Enfrentar el autismo escribe nuestro nombre en un guión que se proyecta más allá del círculo familiar.
Hay algo que demuestra que nuestro condicionante no es simple destino (o peor, asignación) contra el que revolverse. Ser padres o hermanos de un querido autista nos revierte hacia otros en situación análoga. Y pienso que no acaba aquí. Ejercitarnos en los aspectos dolorosos de nuestra vivencia nos gira hacia cualquier sufriente con ojos que nunca tuvimos antes. Lo que parecía el cuarto oscuro de la sociedad es ahora franqueado con arrojo, hasta sorprenderse de uno mismo. Estamos, en una palabra, habilitados. Tal vez parezca poca justificación, pero dejar de ver la causa desde un cristal ―o televisor― para ser llamados a escena nos convierte en protagonistas, hasta el punto que la famosa pregunta por el sentido cobra zonas de respuesta.
Los niños y niñas con autismo se desarrollan de manera tan indeterminada como indica el propio concepto espectro. Pero la idea de espectro no excluye la de presencia. Y la de presencia no excluye la de conexión. Seguramente nunca fué más necesario darlo todo, pero a diferencia de los muchachos, el conviviente sólo puede desarrollarse en una dirección; la estatura humana. Ningún dolor nos hace mejores. Lo que nos redimensiona es la superación. La paternidad (o hermandad) supone, desde el minuto uno, un encuentro vital. Y la cuestión no es qué hallaremos en el naciente, sino qué hallará él en nosotros. A tenor del protagonismo, el director de producción no lanza los papeles al aire y ya cogerá cada intérprete el que le caiga en suerte. Sin duda posee referencias, una base escénica de cuando ese actor o actriz no podía sospechar una llamada como ésta. Vio, en definitiva, algo. Algo que le ofrecía garantías para entregarle ahora una función primordial en la obra.
Cuando Oliver se aproxima a “su” jardín de la mano de su madre o su padre parece avisar incluso a quienes constituyen su pasión: las cotorras de la esbelta palmera. Por el momento ―diez años― su habla permanece atada, o no va más allá de chillidos característicos y algún balbuceo. El jardín es preludio de un edificio histórico cuya recepción me ha ocupado los últimos años, por lo que de alguna manera yo también me he sentido avisado por su señal y, sin dudarlo, la he correspondido. Es, de hecho, mi mejor amigo de su edad, pero existe un problema. Oliver concentra todo su deseo en ser aupado hacia las aves a pie de palmera, y ello cada vez es más incompatible con mi espalda. Podría pedirme la Luna, y sin embargo solo me pide eso. Alguna vez, cuando simplemente dejé pasar y veo desde una ventana que ya no están ahí… siento la voz del reproche.
Oliver, el niño de las cotorras, representa una luz en lucha, y sus brazos abiertos no pueden ser leídos como exigencia, sino como oportunidad de quedar abrazado a ella, a él, al “sí” que esperaba el director de la obra. Y yo he de escoger dos noticias de última hora. Llegó mi jubilación; deberé ir al encuentro de Oliver algún día ―desde residencia no cercana― porque otro joven amigo autista me recalcó que me echará de menos. La otra novedad, sin embargo, creo que lo compensa todo: Oliver ya dijo “Papá”.