El pañuelo de seda rojo
- autismovivo.org
- 1 jun
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Actualizado: hace 2 días

POR IGNACIO PANTOJA
Fuente: Autismo en Vivo | 01/06/2025
Fotografía: Pixabay.com
He escrito un relato sobre la vulnerabilidad y el sufrimiento
La música ambiental del centro comercial creaba una atmósfera de falsa tranquilidad
mientras el joven Adrián deambulaba entre los pasillos, con las manos sudorosas y el corazón latiendo con fuerza.
Sabía exactamente a dónde se dirigía. No necesitaba nada, pero eso no importaba. La razón de su visita era ella.
Al llegar a la boutique de ropa, su mirada se clavó en la dependienta. Una joven despampanante, de cabellera larga y castaña, con labios de un rojo intenso que hacían juego con su minifalda del mismo color. Su ajustada blusa negra resaltaba su silueta y sus piernas, adornadas con medias de rejilla, parecían aún más largas con los tacones altos que llevaba.
Adrián tragó saliva y se acercó torpemente al mostrador.
—¿En qué puedo ayudarte? —preguntó ella con una sonrisa ladeada, apoyando un codo en el mostrador mientras jugueteaba con una pluma entre sus dedos.
Adrián sintió que la voz se le atascaba en la garganta. Miró alrededor, sin saber exactamente qué decir. Quería prolongar la interacción, aunque fuera a costa de comprar algo que no necesitaba.
—Eh… sí… estaba buscando una bufanda —improvisó, sin siquiera saber si vendían bufandas ahí.
Ella entrecerró los ojos con un brillo divertido y, con una elegancia provocadora, caminó hacia un estante cercano. Su paso era lento y seguro, como si supiera perfectamente el efecto que causaba.
—Creo que te quedaría bien esta —dijo, sacando una bufanda de seda negra con detalles dorados. La pasó suavemente entre sus dedos antes de colocarla sobre el mostrador.
Adrián asintió de inmediato, sin siquiera mirarla bien. Ella sonrió de lado, escribiendo el precio en una pequeña nota y deslizándola hacia él con dos dedos.
Adrián la tomó y sintió un escalofrío recorrer su espalda al ver la cifra. 250 euros.
—¿D-Disculpa? —balbuceó, con la vista clavada en el papel.
Ella inclinó la cabeza con una expresión de fingida inocencia.
—Es un modelo exclusivo. La seda es importada. Solo tenemos unas pocas en toda la ciudad. Te aseguro que vale cada centavo.
Adrián sintió un nudo en el estómago. Sabía que era un precio desorbitado, pero la mirada de ella lo mantenía anclado en el suelo, incapaz de rechazar la compra. Sus piernas temblaban un poco mientras sacaba la billetera.
Ella tomó la tarjeta con delicadeza y, antes de deslizarla por el lector, lo miró con una media sonrisa.
—Espero verte de nuevo —susurró, y con un clic finalizó la transacción.
Adrián salió de la tienda con la bufanda en la mano y el estómago revuelto. Había caído en su trampa, pero en su interior, una parte de él sabía que volvería.
Los siguientes días fueron una tormenta de emociones para Adrián. Se encontraba revisando su cuenta bancaria con una mezcla de arrepentimiento y emoción. No podía dejar de pensar en ella, en su presencia envolvente y su voz suave. La bufanda descansaba sobre su escritorio, intacta, como un símbolo de su debilidad.
Por otro lado, la dependienta no le dio mayor importancia. Para ella, era otro cliente más, alguien fácilmente manipulable. Sin embargo, en un rincón de su mente, se preguntaba si volvería. Le divertía el poder que ejercía sobre algunos hombres, la forma en que caían en su juego sin dudarlo. Aún así, no era más que parte de su rutina diaria, una forma de hacer el trabajo más entretenido.
Y entonces, unos días después, Adrián regresó. Su pulso se aceleró al empujar la puerta de la tienda, sintiendo una mezcla de ansiedad y deseo. Ella estaba allí, tras el mostrador, revisando unas prendas con fingida indiferencia. Cuando lo vio, una sonrisa ladeada apareció en su rostro.
—Vaya, qué sorpresa —comentó, dejando lo que hacía para posar sus ojos en él—. ¿Vienes a por otra bufanda exclusiva?
Adrián sintió calor en el rostro, pero sacudió la cabeza.
—Solo… pasaba por aquí —murmuró, intentando sonar casual.
Ella se apoyó en el mostrador, cruzando las piernas de manera calculada, dejando que sus medias de rejilla atrajeran su atención.
—Seguro —dijo con una mirada divertida—. ¿Y qué excusa tienes esta vez?
Adrián sintió que su boca se secaba. Sabía que era una locura, pero ahí estaba de nuevo, atrapado en su juego.
Ella sonrió con suficiencia y sacó un pequeño pañuelo de seda roja, agitándolo entre sus dedos.
—Este sí es realmente exclusivo —dijo, dejando caer la tela sobre el mostrador—. Pero tiene un precio especial.
Adrián tragó saliva antes de mirar la nota que ella deslizó hacia él. 300 euros.
Su corazón latió con fuerza. Miró a la dependienta, esperando que fuera una broma, pero ella solo ladeó la cabeza con una expresión de impaciencia.
—Si no puedes pagarlo, mejor vete. No tengo tiempo para clientes indecisos —sentenció con frialdad.
Adrián sintió un golpe en el estómago. Sus dedos se cerraron sobre la billetera. Sabía que estaba al borde de la locura, pero la mirada de ella lo mantenía cautivo. Sin pensarlo demasiado, deslizó su tarjeta y pagó la exorbitante cantidad.
Ella, apenas conteniendo una carcajada, tomó el recibo y le entregó el pañuelo. Tan pronto como Adrián salió de la tienda, ella estalló en risas junto a sus compañeras.
—¿Sabéis cuánto costaba en realidad? ¡Diez euros! —exclamó, divirtiéndose al ver cómo sus amigas la miraban con incredulidad.
Los días siguientes fueron un tormento para Adrián. Su cuenta estaba en números rojos, pero peor aún era la sensación de haber sido completamente manipulado. Su mente no dejaba de pensar en ella, en su risa, en la forma en que lo había mirado con superioridad.
Anhelaba volver, pero sabía que sin dinero no tenía ninguna oportunidad.
Cuando intentó entrar nuevamente al centro comercial, un guardia de seguridad le bloqueó el paso.
—Lo siento, pero tiene prohibida la entrada a este establecimiento —dijo con tono firme.
Adrián se quedó helado.
—¿Qué? ¿Por qué?
—Órdenes de la señorita de la boutique. Dice que ya no eres bienvenido.
El mundo de Adrián se desmoronó en ese instante. Se quedó afuera, mirando la entrada del centro comercial con desesperación. Ya no podría volver a verla, ni siquiera de lejos. Se pasó días y noches dándole vueltas, recordando su risa, su perfume, su presencia. Pero la realidad era simple: sin dinero, él no era nada para ella.
Los días y las noches siguientes fueron una tortura para Adrián. Apenas podía concentrarse en su vida diaria, su mente siempre volvía a ella, a su sonrisa burlona, a la manera en que lo había mirado con superioridad mientras deslizaba su tarjeta para pagar. Se acostaba en su cama, pero el sueño nunca llegaba. Daba vueltas y vueltas, reviviendo el momento en que el guardia le prohibió la entrada al centro comercial. Sentía una mezcla de vergüenza y anhelo, una necesidad absurda de volver a verla, de estar en su presencia, aunque solo fuera por un instante.
Mientras tanto, en la boutique, la dependienta disfrutaba cada segundo de su victoria. Se había convertido en la anécdota de la semana entre sus amigas y compañeras de trabajo. En cada descanso, entre risas y sorbos de café, recordaba la expresión de incredulidad de Adrián al ver el precio del pañuelo y cómo, aun así, había pagado sin cuestionar.
—¿Te das cuenta de la suerte que tienes? —le decía una de sus amigas, maravillada—. No solo eres guapísima, sino que tienes una astucia increíble. Literalmente le quitaste 290 euros sin ningún esfuerzo.
—No es mi culpa que haya hombres tan tontos —respondió ella con una sonrisa satisfecha, mientras revisaba su manicura—. Lo único que hago es aprovechar lo que me da la vida.
Y vaya que lo estaba aprovechando. Con el dinero de Adrián, se había dado el lujo de salir a cenar con sus amigas a un restaurante elegante y comprarse un nuevo par de tacones de diseñador. Cada vez que veía el nombre de Adrián en su mente, no sentía ni un ápice de culpa, solo diversión.
Adrián, por otro lado, caía cada vez más en su obsesión. Miraba el pañuelo de seda roja que ahora descansaba sobre su escritorio, sin saber qué hacer con él. Era un recordatorio constante de su humillación, pero también el único lazo que aún tenía con ella. A veces lo tomaba entre sus manos, como si con ello pudiera revivir la sensación de haber estado cerca de ella.
El insomnio lo devoraba. Miraba el techo de su habitación por horas, imaginando qué estaría haciendo ella en ese momento. ¿Estaría riéndose con sus amigas? ¿Habría encontrado a otro hombre para sacarle más dinero? El pensamiento lo carcomía, pero sabía que no había nada que pudiera hacer.
Ignacio F. Pantoja
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